Gris oscuro casi negro
Mañana vuelvo a casa…
El hotel en el que duermo cuando vengo a Madrid está cerca de un colegio. Suelo coincidir con la entrada a clase cuando atravieso sus alocadas inmediaciones de camino a la oficina, y siempre me acuerdo de mis chicas cuando me reconozco y las reconozco en la multitud de escenas que veo desde el coche.
Nada del otro jueves, claro, pero me acaban de contar en el restaurante que hoy, a eso de las 8 de la mañana, una furgoneta ha arrollado a un niño de dos años y medio que atravesaba un paso de cebra de la mano de su abuelo. Un accidente estúpido, un conductor se ha despistado quitando el vaho, iba muy lento pero el suelo resbaladizo por algo de barro ha hecho mortal el golpe. El niño ha muerto de camino al hospital, el abuelo herido, la madre – testigo – de aquella forma que se pueden imaginar. He pasado andando por ese paso de cebra hace unos minutos de vuelta al hotel. He llegado a la puerta, y he tenido que dar dos vueltas a la manzana. Ni un alma. Ni el diablo ha vuelto al lugar de los hechos.
Ayer me comentaba mi mujer que nuestra pequeña le había preguntado que qué sería de ella cuando nosotros – que ya nos vamos haciendo mayores – nos vayamos al cielo. O algo así. Y se echaba a llorar pensando que se quedaría sola. Llorar ella, claro, porque mi santa bastante tenía con tragarse el nudo de la garganta y responder como sólo ella sabe.
Poco después, sentado solo en la habitación 421, me preguntaba porqué ambos pensamientos han tenido que venir a a asaltarme al mismo tiempo. Qué tengo yo que sacar de esto, qué enseñanza, qué punto de apoyo, qué mierda de línea positiva hay en este delta de agua turbia que desemboca en un miércoles cualquiera a las 22:12, sin letra pequeña que la llore ni eche de menos. Qué noticias hay de esa energía que uno espera para poner nuevamente un pie delante del otro, de qué está hecha la ilusión de seguir andando, qué hago yo, en definitiva, perdido en medio de esta nada cuando mi sitio está, como pueden suponer, en otro lado.
Es entonces cuando buscas refugio en el trabajo, agarras el PC y abres tus editores de código buscando, entre esas reglas de juego que siempre tienen un porqué y una respuesta a tiro de F1, que siempre tienen un sentido, que nunca esconden nada gris, y les pides agua, tiempo muerto, cuartel.
Y no lo encuentras.
Y apagas el portátil. Pones la tele y la apagas. Abres un libro, y lo cierras.
Y entonces te llaman de casa.
Al otro lado suena una dulce voz familiar, animada, risueña, con ganas de reírse. Me toma el pelo, y veo de reojo en el espejo que yo también me estoy riendo. Me pasa con la niña, y ésta me cuenta que no ve el fondo del vaso de leche, que el diamante de plástico se ha salido del pelo de nosequé de muñeco... de repente se queda muda con el cuento que sobre la marcha me invento sobre el peluche que viene conmigo en el coche y que supuestamente se vino cantando - y desafinando - desde Vitoria, historia que ella completa con tres o cuatro variantes que no tienen ni sentido ni yo se lo busco. Cotidianeidad, un detalle que trae de la mano otro. Aire. Te despistas un segundo y te das de bruces con esa niña que te está diciendo ‘Te quiero más que a una patata’, que se ríe de lo que se acaba de inventar, que se pone a cantar, que se va por peteneras. Tiempo muerto. Y la dulce voz del principio que coge el móvil para decirte, bajito, que también te quiere. Que buenas noches. Cuartel.
Y el fuego cruzado que peinaba la fría playa del inicio de esta historia deja de retumbar en mis oídos. Y cuelgo. Ya no zumban las balas, ya puedo cerrar los ojos.
Y el mundo sigue tan injusto, tan cruel, tan indiferente como siempre. Y lo seguirá siendo, aunque ya no le pido unas respuestas que ni tiene ni me daría si las tuviese. Ni las quiero.
Porque sigo en pie. Sigo en el caballo.
Y mañana vuelvo a casa.